Iniciado en la pintura de forma autodidacta, Julià Mateu se traslada a Barcelona en el año 1960 y cinco años más tarde hace su primera exposición. Como palimpsestos de sensaciones y vivencias, conglomera las experiencias de los viajes continuos al extranjero, el contacto con la naturaleza y la huella del surrealismo daliniano que —sin rehuir el anhelo metafísico— le sirve para tejer un nuevo lenguaje abstracto y cromático gestado desde el automatismo más puro. Dedicado al grabado, su producción también queda vinculada a la literatura y las artes gráficas: series litográficas acompañadas de textos de Lluís Racionero.