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En medio de la soledad de las calles y del trauma inevitable que genera echar el candado al mundo, en cierto punto se deja ver un actor que al principio resulta imperceptible y más tarde se establece con firmeza en este tablero de batalla: es la esencia misma del hombre; la que puede venir vestida de canto, de poema o de danza. Es el culto al alma en cualquiera de sus formas. El que hace converger en un mismo río la voluntad, el dolor, el deseo del pensamiento colectivo. Un arte innominado que llena de oxígeno al sofocado y abre los ojos al ciego; da al caído fuerza para erguirse, se aposta a la vera del solitario en el aliento de un momento grato; como en la solemnidad de un templo, hace grande lo minúsculo, trascendente lo banal. Una música que se escucha dentro de cada hombre y cada mujer, para remarcar la hegemonía de lo bello sobre lo trágico por encima de cualquier cosa. Lo explica todo sin querer contar nada, respondiendo a su propia naturaleza.»