Vivo desde hace casi cinco años en Reggio Emilia, al norte de Italia, a una hora de donde empezó la propagación del virus en Europa. Mi región es una de las más duramente afectadas y pioneras en la aplicación del confinamiento. La gran mayoría de la población lleva un mes y medio callada. No salimos más que para hacer la compra y las pocas veces que nos cruzamos con algún conocido nos saludamos velozmente y hacemos como si tuviéramos prisa para no pararnos a conversar. No tenemos prisa porque no vamos a ningún sitio y no llegamos tarde a nada pues apenas está permitido hacer nada. Hay tanto miedo.
En 1535 el Papa Pablo II encargó a Miguel Ángel la realización de la mayor pintura al fresco del mundo donde explicar sin palabras lo que nos sucederá a los humanos si no vivimos atendiendo a las leyes de Dios, a saber, la discriminación de nuestras almas entre cielo e infierno. El resultado, tras seis años de sobresfuerzo: El Juicio Final, en la Capilla Sixtina. Casi cinco siglos después otro Papa reconoció oficialmente que el infierno no existe, que es tan solo "un estado mental". Yo creo que si esa dimensión se puede resumir en una emoción es el miedo.
De entre todos los fragmentos del fresco, uno de los más atractivos es la entrada al infierno, abajo, a la derecha. Tengo la suerte de vivir junto a mi estudio y me permito largas sesiones de pintura, ahora más que nunca, terapéutica. He tenido ganas de hacer esta variación, de 130 x 170 cm, con la ilusión de que, plasmando esa negatividad sobre la tela, de algún modo la descargo de mí y de los que me rodean. Cuando acabe todo esto ojalá tengamos muy presentes la dignidad y ejemplaridad con la que los profesionales sanitarios están asumiendo la peor parte. En el mundo que empezará el día después, ellos deberían ser el ejemplo en el que inspirarse.