Guim Tió

LA SÁBANA

Creo que tenía cinco años cuando lo vi.

Era verano y estábamos en el pueblo. Mis padres tenían invitados en casa y aunque no recuerdo quiénes eran, puedo imaginar que serían algunos de los habituales: las hermanas Giráldez, el Doctor, Jose María, quizás Carlos y María.

En todas esas cenas, lo mejor eran las sobremesas. Carlos nos sorprendía con algún truco de magia, mi madre nos hacía una silla con el tapón del champagne para que jugáramos con mi hermano y el Doctor contaba historias increíbles de sus viajes, mientras las Giráldez se encendían un Ducados aprovechando la colilla del que acababan de fumar.

Cuando el humo del tabaco ya era muy espeso en el aire, aparecía el whisky y a mi hermano y a mí nos enviaban a la cama.

Ese día subí las escaleras y después de lavarme los dientes e ir al baño para evitar una desgracia a media noche, me metí en la cama. Estoy seguro de que caí rendido en pocos segundos, ya que tengo la habilidad de dormirme instantáneamente en cualquier lugar.

Todavía se escuchaba la sobremesa en el piso de abajo cuando me desperté. Abrí los ojos y lo vi. Estaba justo encima de mí, como un siniestro cabezal de cama. Nunca lo había visto antes. Me tapé rápidamente con la sábana esperando que desapareciera. La sujeté con fuerza y me encogí, asegurándome de que ninguna parte de mi cuerpo se quedase fuera. Aunque debajo de mi escudo de tela mi corazón latía como si fuese un tambor, una necesidad imperiosa me empujó a sacar la cabeza y comprobar si seguía allí. Me volví a tapar inmediatamente. No sé cuántas veces repetí esa operación. Pero cada vez que la hacía estaba más cerca de mí, y el sonido del tambor se aceleraba.

En mi último intento de saber si por fin se había desvanecido, bajé la sábana con las dos manos y, al ver que estaba a punto de tocarme, me volví a cubrir. Haciendo un cálculo rápido me di cuenta de que no tenía más oportunidades: si volvía a sacar la cabeza seguro que acabaría con mi corta vida.

El sudor no borraba el olor a frescura de las sábanas. Aquí estoy a salvo, pensé. Y mientras escuchaba a los mayores reír en el salón del piso de abajo, yo, aún muerto de miedo, me dormí.