Queremos que las cosas vuelvan a ser como eran antes, aunque nadie dijo que estuvieran bien. Queremos seguir sobreproduciendo, explotándonos y dejándonos explotar en un mundo con una capacidad de regeneración limitada. Queremos volver a compartir en vivo la banalidad, correr un tupido velo y hacer como si nada de todo esto hubiese pasado. Queremos que las heridas sean superficiales y las cicatrices desaparezcan pronto, que la historia clasifique lo sucedido como una breve nota al pie y que todo siga funcionando de la misma mala manera en que funcionaba antes. Queremos despertarnos un día y sonreír al comprobar que nada ha sucedido, que el concepto de “nueva normalidad” no es más que una expresión usada en alguna novela distópica. Todos opinamos porque ninguno sabemos nada, y el silencio que tanto miedo nos da lo ocultamos con nuestro torrente de opiniones y nuestra colección de aplausos. Tenemos miedo, no sólo de nosotros mismos. Juzgamos a todos porque no es posible hallar culpables y nos aferramos a las rutinas porque los expertos dicen que es bueno para mantener la estabilidad mental. Por eso tropezamos con las mismas piedras, una y otra vez, porque las confundimos con rutinas. Miramos al cielo y envidiamos a las aves, que por una vez parecen más libres que nosotros. Buscamos refugio en la ficción, porque siempre habrá otros mundos en los que prefiramos vivir. Nos preocupamos, somos demasiados como para que haya dos metros de distancia entre nosotros a partir de ahora.